viernes, 8 de septiembre de 2017

Semblanza personal,Narrativa Pictórica El sueño del nadador...de Manuel Montalvo



El escritor Manuel Montalvo junto al embajador libio Mohamed Faqui y el director  de la Casa Árabe Eduardo Lopez Busquets  en la presentación de la exposición ¨El Sur y el Sueño¨ celebrada en Madrid 2014




Semblanza personal..

Es comprometido escribir sobre el creador de una obra. Se corre el riesgo de que sus rasgos personales, sus vivencias, se empequeñezcan, se conviertan en comunes y vitales nimiedades. Y ciertamente lo que nos suceda o nos haya sucedido son vicisitudes destinadas a desaparecer por los descarríos del olvido; sin embargo, son precisamente los hechos de una vida los materiales con los que el pintor eleva los colores y los trazos a una dimensión en la que el rojo, azul o amarillo son etéreos reflejos de una naturaleza creada, sensible: el amor, el miedo, la angustia o la desolación adquieren su propia tonalidad.




De Matug Aborawi se puede decir lo que es común decir: el mes de septiembre del año 1967 en que nace en Libia, en el pueblo de Al Garabuli, con vistas al Mediterráneo. y se puede agregar que es hijo de una familia humilde y numerosa, cuyo azaroso triunfo es amanecer para volver a trabajar en lo que ofrezca el mar o la tierra.
Matug nació muerto a la vida, llegó sin despertar del sueño de la nada. Durante cuarenta días no se le oyó un gemido, un estremecimiento, sólo unos asustados latidos, como los de un corazón de pájaro que siente el dolor de vivir.


Matug Aborawi en su pueblo 1990 Libia


Después de aplicarle fuego en el cuello, en el pecho, en los costados, el ardor de las quemaduras hicieron brotar el llanto escondido dentro de su cuerpo muerto. Iba a vivir, viviría sintiendo el dolor del fuego de la creación, sometido a la inspiración muda de la arena de la playa, del verdor lujurioso de las palmeras. Se convertiría en un hombre que quiso ser como una casa sin puertas, de paso franco para entrar o salir sin llamar, una casa en la que el techo raso fuese la plenitud estrellada de la noche y el despertar los balidos de las ovejas y el canto del gallo.
Esa es la casa desde la que siente y mira Matug hacia el mar: solar de todas las patrias y ningunas fronteras, en la que la identidad se resuelve en la inmensa poquedad de ser y luchar sin tregua e ilusionada victoria, sólo por seguir siendo.
A partir de este renglón que de Matug hable muy calladamente su obra.
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Narrativa Pictórica
El sueño del nadador.



El mar es lejanía, plateada frontera, plomizo horizonte; el mar está lejos y está aquí, tan dentro de nosotros, que le oímos orillar asustado, tan fuera de este pequeño continente nuestro, y nos observa con una mirada verde o azul amorosa, de repente cálida, de repente tormentosa, como si quisiera gritar quien es, quienes somos. Poseidón, él; mortales, nosotros.
Hoy está tranquilo, se extiende con bondadosa y anciana quietud hacia la calma relampagueante, sobre la que se podría caminar sin cansarse, sintiendo los pies ligeros, leve el peso del alma, con la mochila en la espalda, repleta de fe en la existencia de la orilla, la otra orilla, la de la vida.
Muy a pesar, el mar no es florido y soleado valle para el caminante, no es tierra que prodigue la seguridad de hundirse en la desconsoladora profundidad de oscuras verdosidades, que a su albur se place en la paz o se violenta en coléricas mareas. 


Se impone hacerse a vivir, echarse a la mar con la osadía del nadador que a pocas brazadas se encuentra a merced del agua y el viento, perdido en la inmensa soledad, anclado a su miedo.
Fue entonces cuando el mar fustigado por el viento se alzó en estruendo, rebelión y tormenta, se dividieron las aguas formando grandes regiones, separadas por hondas simas. Como monstruos airados se levantaban remolinos de grandes bocas espumeantes de blanquecinos copos de nieve.
Le invadió una agradable sensación de abandono, de quietud. Se dejó llegar del ensueño de confundirse con el agua, de ser ahogado y mar en la misma deriva. Anegados los ojos por la niebla ensoñó un sol luminoso desgarrando la bruma, dejando al descubierto la otra orilla, dorada y resplandeciente como el sueño de la muerte.
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La travesía de Caronte
En el rodal de la bahía pacen las olas con las barcas en una paz azul de mar, azul de cielo. Han llegado los viajeros, presurosos, preocupados, con las miradas enajenadas por el imperioso deseo de la partida. Las horas no terminan de pasar, premiosos corren los minutos deshaciendo las esferas de los relojes y tardea el sol en abandonar los aleros de los tejados, como si quisieran detener el tiempo o convertirlo en un instante de ninguna llegada; pero el tiempo va, sigue llegando, arrastrando el crepúsculo hacia la oscuridad.
Las sombras anegan la bahía. Se oyen los latidos lastimosos de las olas. Son como susurros y suspiros de niños vencidos por el sueño. Se quejan las barcas con recios rumores de madera vieja.
La preocupación de los viajeros les surca la frente con una profunda arruga. Se enserian los rostros con rígida lividez. Como vómitos, risas descompuestas salen de sus bocas, y para no memorar lo mucho que dejan, repasan con ánimo de buhonero el humilde atillo, los escasos víveres para tan largo y penoso viaje. 



Es muy poco lo que se lleva, es mucho lo que deja: padres, mujer, hijos, que le ven partir como redentor de la miseria. A él, sí, a él, que es sólo un hombre, como aquellos otros que van surgiendo como bultos de entre la oscuridad. Como sombras vivientes y pasos de húmeda arena se acercan a las barcas con la angustiosa fe del náufrago.


Son gentes de cumplida palabra y paga cierta. Han cumplido con el tétrico Caronte, corporeizado en los nuevos traficantes de cuerpos humanos. A estos mercaderes todo lo humano le es ajeno: la desesperación, la angustia, las ilusiones…, no entienden más que de dinero: un hombre es una mercancía; menos que eso, un fardo sin valor, sin aprecio, del que sólo importa su peso: cuanto más ligero sea, menos pese, ocupará menos espacio, y podrán embarcar más en la barca: ¿cuántos?, eso depende de lo que se les empuje unos contra otros o de cómo se les apile. Son carne, material que se puede comprimir tanto como se pueda soportar el dolor, y ¡es tan ilimitado, sufrible el dolor!
Caronte ha de llevarlos de una orilla a otra del nuevo Aqueronte, que separa el continente de la vida del continente de la muerte. Por este Aqueronte fluye un mar de aguas oscuras y procelosas, un mar furioso dispuesto a cometer las mayores ferocidades contra ese puñado de cuerpos ateridos de frío, atenazados por el miedo. Tiemblan, les castañean los dientes. Aguas adentro, no queda nada detrás, tampoco nada delante: sólo hay oscuridad: fría, húmeda, espesa. Las olas se alzan como diluvios de puños airados, que golpean con saña los rostros, los pechos. Con enorme fuerza vence la barca hacia los lados.

Con este golpe no ha volcado, será el siguiente y si no el siguiente. A Caronte le preocupa que la carga sea demasiado pesada y comienza a echar cuerpos por la borda. Sólo resisten los más fuertes, los que se agarran con uñas y dientes a la madera, los que empujan al más débil, a la mujer, al niño, al oscuro hondón. No se oyen gritos, ni llantos: los enmudece el fragor del mar.
Puede que esta infame y sorda lucha, este atroz crimen por sobrevivir sea en vano: que unos y otros, débiles y fuertes, tuvieran el mismo final: cuerpos desparramados por las playas: descalzos cadáveres, ojos y bocas llenas de arena, violado pudor de cuerpos desnudos.
Algunos llegan a pisar tierra firme del anhelado continente; pero esa ya es otra historia, de otro infierno.
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El holocausto

Y qué fue de los que se quedaron aguardando a los perecidos, a los sin regreso. Esperan, se desesperan y se rebelan contra las calamidades, contra el destino que despiadadamente les asfixia.
No quieren más que vivir, y vivir es intentar ser con la dignidad de un hombre que no desea más que estar a buenas con Dios, por eso reza, y lograr el pan de cada día, por eso lucha.
Pan y Dios, estos son los anhelos de las masas rebeladas en Egipto, Túnez, Libia o Siria, y que con gran sarcasmo han llamado “Primavera Árabe”, en lugar de “Holocausto Árabe”.
¿Son los gritos rosas, de qué color son sus pétalos? ¿Son los llantos jazmines, es sumo su blancor? ¿Son los apaleamientos azules lirios? ¿Y los asesinatos, escogidos y olorosos ramos de flores?
La gran farsa está llegando a sus últimas representaciones. Vendrán otras, quién sabe si peores aun, quién sabe, pero serán distintas, traerán con ellas encanto del engaño, con sus himnos, banderas, uniformes con doradas

Y qué fue de los que se quedaron aguardando a los perecidos, a los sin regreso. Esperan, se desesperan y se rebelan contra las calamidades, contra el destino que despiadadamente les asfixia.
No quieren más que vivir, y vivir es intentar ser con la dignidad de un hombre que no desea más que estar a buenas con Dios, por eso reza, y lograr el pan de cada día, por eso lucha.
Pan y Dios, estos son los anhelos de las masas rebeladas en Egipto, Túnez, Libia o Siria, y que con gran sarcasmo han llamado “Primavera Árabe”, en lugar de “Holocausto Árabe”.
¿Son los gritos rosas, de qué color son sus pétalos? ¿Son los llantos jazmines, es sumo su blancor? ¿Son los apaleamientos azules lirios? ¿Y los asesinatos, escogidos y olorosos ramos de flores?
La gran farsa está llegando a sus últimas representaciones. Vendrán otras, quién sabe si peores aun, quién sabe, pero serán distintas, traerán con ellas encanto del engaño, con sus himnos, banderas, uniformes con doradas estrellas y chatarreras, facundos y floridos charlatanes que prometerán la vuelta del Paraíso que una vez fue amena floresta entre el Éufrates y el Jordán.
El atrezzo está dispuesto, lista la iluminación, sólo habrá que encender los focos para que iluminen los grandes personajes y a su vez encandilen a los que humildemente no persiguen más que comprender que han vivido por algo, que no han vivido por nada.
Así probablemente vuelva a ser, así ha sido. ¿Qué sería de Gadafi? El olvido es una forma de clemencia, esa humana conmiseración que él no tuvo siquiera con los que osaban levantar la mirada del suelo cuando los altavoces atronaban su nombre y sus innumerables hazañas.
Hiere el sentir recordar que como un animal acorralado sus captores lo sacaron de un desagüe donde se había escondido. Lo golpearon, arrastraron ya vivo o después de muerto. Se orinaron, defecaron, sobre su despojo.
Sí, también ha desaparecido Sadam. El último acto de la macabra representación fue su ahorcamiento. Tanto Gadafi como Sadam habían cumplido con el papel de tirano que le habían encomendado. E igual que sucede en el floresta entre el Éufrates y el Jordán.
El atrezzo está dispuesto, lista la iluminación, sólo habrá que encender los focos para que iluminen los grandes personajes y a su vez encandilen a los que humildemente no persiguen más que comprender que han vivido por algo, que no han vivido por nada.
Así probablemente vuelva a ser, así ha sido. ¿Qué sería de Gadafi? El olvido es una forma de clemencia, esa humana conmiseración que él no tuvo siquiera con los que osaban levantar la mirada del suelo cuando los altavoces atronaban su nombre y sus innumerables hazañas.
Hiere el sentir recordar que como un animal acorralado sus captores lo sacaron de un desagüe donde se había escondido. Lo golpearon, arrastraron ya vivo o después de muerto. Se orinaron, defecaron, sobre su despojo. 


Sí, también ha desaparecido Sadam. El último acto de la macabra representación fue su ahorcamiento. Tanto Gadafi como Sadam habían cumplido con el papel de tirano que le habían encomendado. E igual que sucede en el teatro cuando un actor es absorbido por el personaje de tirano, se echa el telón, se apagan las luces y se le obliga a salir por la puerta trasera del desprecio y el ajusticiamiento.
De qué vale hablar de los que han existido como Gadafi y Sadam o de los que todavía existen como Ben Alí, enriquecido y huido, Bashar al Assad, comprometido en el genocidio del pueblo sirio. En cambio, hay que decir, es perentorio, inexcusable, no parar de decir de Mohamed Bouazizi, que se pegó fuego delante del ayuntamiento de Sidi Bouzid, una sórdida y empobrecida ciudad tunecina.
Se dejó arrebatar por la dignidad de un hombre que espera estérilmente que los otros se comporten como seres humanos, como aquel alcalde o escribiente del alcalde que repetidamente se negó a recibirle, como aquellos policías que le robaron el carrito con el que se ganaba su vida y la de su familia vendiendo frutas y verduras por las calles. Esos mismos policías que se creen en el derecho de que se les pague por dejar vivir a los pobres, los humildes, los indefensos.
Para Mohamed Bouazizi, la dignidad, la rebeldía, la idea de justicia es un material inflamable. Basta para que prenda, rociar el cuerpo con gasolina y acercarle un fósforo para que esos humanos valores se conviertan en humo y llamas.


Aunque el humo se desvanece y las llamas se extinguen, el ejemplo de Mohamed Bouazizi ha sido como una mariposa de luz que aun titilante agitó las sombras de otros Mohamed Bouazizi, de una juventud sin trabajo, sin mejor futuro que hundirse en la ciénaga de las penalidades y el fracaso. Acaso resucitados de insondables abismos cárdenos, llegados de espesas y rojas auroras, manchas de descoloridos sudarios, de formas desheredadas de la geometría, de las vívidas y variadas paletas.
Son las almas de los que mueren por nada: las almas de los niños asfixiados con gas sarín, descuartizados por las bombas, de las mujeres violadas y de vientres destripados, las almas de los muertos de siempre, convertidos en enemigos: criaturas creadas por la guerra para el exterminio.




Manuel Montalvo Granada 2013


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Manuel Montalvo es Catedrático de Economía Política de la Universidad de Granada, ensayista y escritor. Entre sus ùltimas obras cuentan "Ensayo sobre la miseria y el mal", Ed. Tecnos, Madrid, 2013. "A orillas de la existencia". Ed. Ediciones Clásicas. Madrid, 2014.