Cuando Parménides afirma “de la nada nada proviene” crea una fuente de inquietud que no ha cesado de manar sin estíos y sequedades desde el amanecer del sol que dejaba detrás la sombra de su ser real, que siente, sufre, busca conocer lo que puede sea incognoscible, expresar de lo que quizá sea inexpresable, viniendo a confluir en un sentimiento de imposibilidad, que genera asombro, miedo, angustia, siempre inconforme con el bálsamo de fierabrás: “por qué no hay algo y no más bien nada”, que no cura ni alivia la soledad y la profunda duda de un ser libre que halle en el silencio el origen de la armonía; en el tremor de una hoja, el verso; en un instante rosado de aurora, la pincelada.
Es hora y posta de que Matug haga recuento: ya sabe que no es el vuelo de la mariposa, sino la sombra del vuelo la razón de ser de la creación, y no es esta obra o aquella otra, es más bien el impulso, el esfuerzo, el dubitativo trazo, no son las formas, los colores: es la pasión, el desasosiego.
Ya queda muy atrás tratar de convencer ni convencerse, la retórica del creador es una continua contienda contra su propia obra, que va dejando despojos, abatimientos, desolaciones, pero no es un absoluto vencimiento mientras titile un leve halito, que terminará en llama, luminosa voluntad.
En Matug está muy presente el inmanentismo: es un creyente, en un sentido amplio y profundo: lo divino es intrínseco a la naturaleza y a la conciencia humana, ya alcance la idea de panteísmo o representación del alma de cada uno en el alma de la divinidad.
Con este sostén espiritual se enfrenta a aquel “ex nihilo nihil fit” para recrear la nada con bellos paisajes: sublimes, conmovedores.
Así nos lo ha contado, recontado.
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