El escrito Manuel
Montalvo 2014
Homo mensura
Pocas sentencias dentro de la vastedad del conocimiento provocan tantos
sentimientos encontrados: la esperanza contra la desilusión, la insignificancia
frente a la grandeza, lo absoluto sobre lo relativo, y sólo son unas cuantas
palabras: El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son porque son
y de las que no son porque no son.
Con esos tres vértices, el hombre, la medida y las cosas, forman un
triángulo de líneas fuertemente soldadas por la inquietud de saber, por las
ansias de vivir, determinantes de aquello que sea o se tenga como hombre, ya en
su especial singularidad, ya en su infinita pluralidad: el hombre que es hombre
en sí y en todos los hombres que representa.
Sea pues, tómese al hombre, a este hombre, a Matug Aborawi, del que sería
suficiente agregar: pintor, sin que estorbase agregar que nació en septiembre
del año 1967, en la tan próxima y a la vez lejana Libia, en la localidad de Al
Garabuli, cerca de la populosa e histórica Trípoli, con el mar como testigo,
acaso como el dios Ponto al que se le oye olear no tan distante como para
no sentir sus gemidos orillar rizados de blanco espumaje en la playa.
Matug es hijo de una familia humilde y numerosa, para la que cada día
seguir viviendo es una victoria sobre las estrecheces económicas, sobre la
fatiga del trabajo, y más que nada sobre la incertidumbre con que anochecen las
gentes que no tuvieron la dicha de echar cimientos sobre la riqueza.
Y no es que sea impedimento, más bien es acicate para seguir luchando,
conquistando un día más a la vida que ingrata amanece, y es preciso doblegar a
la pura fuerza de querer seguir viviendo, de no rendirse, de querer ser y
decir: soy yo, pintor; y estoy aquí, creando pintando, como sucede con Matug,
que nació con el sopor de la muerte a la vida.
Durante el tiempo en que el recién nacido esboza una sonrisa o con tierno
desconsuelo llora, Matug estuvo callado, sin estremecerse, con un corazón
asustado que apenas se atrevía a latir. Luego de muchos días y de aplicarle
fuego al cuerpo desmayado de niño, el llanto comenzó a brotar como un
misterioso guadiana.
Quiso Prometeo que Matug tuviera el presente que hasta entonces hemos
tenido los mortales: la llama del fuego prometeico hizo prender la vida que
llevaba adentro Matug. Sobre su carne como apagados rescoldos quedaron sus
huellas.
Este es el hombre, su medida es la pintura, de las cosas que no son, de los
sueños.
La mirada hacia el oriente: silencio y vacío
Granada es una ciudad de fronteras, cada plaza es
límite de otra plaza, una calle barrera de otra, no hay espacios abiertos,
puertos francos en donde no haya que sufrir alcabala de envidia, portazgo de
rencor. Está encerrada por una muralla, aunque con grandes lienzos derruidos,
quedan largos muros que resisten el paso del tiempo como impertérritos
guardianes de grandes y desconfiados ojos aduaneros, temerosos de los que
entran, de los que salen y de los que permanecen dentro de su contorno carcelero.
Sobre dos colinas se arremolinan como asustadas dos
rebaños de casas blancas, entre las que discurren tortuosos callejones de altas
tapias, sobre las que se asoman altos cipreses con uniformes verdosos de reo,
que se agitan con entrecortado aliento de conciencias cercadas.
Abajo, cuando la ciudad se hace valle, se alzan torres
de iglesias con campanarios que doblan a canto de victoria y amarguras de
derrota, tañidos de dos formas de interpretar el mundo: el cristiano y el
árabe, que pese al vasallaje del tiempo o sobre sus ruinosos frutos continúan
existiendo en enemigo abrazo de dos culturas, y ciertamente los que amigan o
enemigan lo hacen abrazados, oliendo el sudor, del otro, padeciendo la fuerza
del otro, que también huele el olor ajeno, su hálito y sufre de sus
embates.
Al apagarse el fragor de la lucha, en las largas
llanías de la historia de siglos queda una mirada dirigida hacia el oriente
para encontrar el silencio antes de que el sol salga y el vacío a su puesta, y
se respira el aroma de la decadencia, con su enfermizo festival de los sentidos
y su culpable sentimiento religioso, que emergen de la paleta como destellantes
pesadillas.
Aun en los sueños pesarosos, de los que se despierta
amordazados por la angustia de su fragmentado recuerdo, no hay nada, sólo
ausencias de pasos presurosos por las aceras, de vendavales de enfurecidos
motores, de los grandes ojos de cristal de los bares, de ríos de civilizadas
aguas y puentes que no unen: son paso seguido a otro ramal de calle, a otro rodal
en que los castaños y las acacias cumplen el cautivo deber ciudadano de
adornar.
La realidad ha sido sustituida por la ausencia, al
modo que la luz se transforma en sombras, sin que desaparezca el sentimiento de
lo ausente, que vívidamente toma una forma cromática para revestir la desnudez
de la sutil e inexistente materialidad de los sueños.
pesadillas.
Aun en los sueños pesarosos, de los que se despierta
amordazados por la angustia de su fragmentado recuerdo, no hay nada, sólo
ausencias de pasos presurosos por las aceras, de vendavales de enfurecidos
motores, de los grandes ojos de cristal de los bares, de ríos de civilizadas
aguas y puentes que no unen: son paso seguido a otro ramal de calle, a otro
rodal en que los castaños y las acacias cumplen el cautivo deber ciudadano de
adornar.
La realidad ha sido sustituida por la ausencia, al
modo que la luz se transforma en sombras, sin que desaparezca el sentimiento de
lo ausente, que vívidamente toma una forma cromática para revestir la desnudez
de la sutil e inexistente materialidad de los sueños.
En aquella apenas esbozada esquina gris asoma la
silueta de un gato, que sin oírlo nos apiadamos de sus maullidos rosas y
desolados. Por aquella embocadura, iluminada por una relampagueante amarillez,
camina un perro perdido que añora la voz de su amo. Y qué hace tan solo en ese
oleo aquel triste burrito azulado. Anda desorientado, quizá buscando el cuenco
de una mano en la que apagar la sed de caricias.
A quién llama con encarnados y silentes ladridos aquel
otro perro. Parece haber salido de un negro lodazal. Está muy cerca de aquella
crepitante hoguera, ¿tendrá frío? A cobijo de las encendidas llamas puede que
no retiemble al paso de esas manchas rosadas; que sin pies corren, de esas
manchas negras, que sin boca gritan. ¿Son aquellos destellos plateados, plumas
de ángeles desahuciados de ausentes cielos?
Son sueños vivos, de dolor vivo, de escozor de llaga,
de sufrimiento descarnado, frutos de herir el rojo hasta el más agudo y último
aullido o de ahogar el celeste hasta el paroxismo de un atormentado azul. No
son colores disfrazados de desvaídas e hipócritas mezclas. Son lo que son en su
pura y natural raíz para representar todos los seres desvalidos que a duras
penas resisten, de hombres como sombras errantes, rostros difuminados, heridos
por el desconsuelo o la duda, de esos dulces animales merecedores de la mayor
piedad y víctimas de toda la crueldad que encierra la vida.
Sirvan estas palabras de despertar.
Manuel Montalvo Catedrático
de Economía Política en la
Universidad de Granada, ensayista y
escritor