Plaza Mayor Salamanca 2002
Fotografia de Matug Aborawi
Mágico. Si tuviera que
definir a Matug en una sola palabra, sería esa.
Desde su esencia como ser humano a su expresión como
artista, sus experiencias vividas, su relación con el mundo y con el “no mundo”, sus pinturas, interpretaciones, colores y palabras,
hasta todo lo que a su ser envuelve y todo lo que en los demás genera, es
mágico.
Fue hace ya trece años cuando recién llegado de Libia,
apareció por primera vez en el establecimiento donde yo trabajaba, en la Plaza
Mayor de Salamanca. Con su habitual desparpajo y su español roto, se me
presentó como un pintor libio, que había
decidido ir a Salamanca a estudiar español aprovechando que la ciudad había
sido nombrada Capital Europea de la Cultura ese año. En aquellos momentos tenía
una exposición en el Bar La Luna, a la cual me instó a visitar
repetidamente para que conociese algunas de sus obras, y a la que nunca acudí,
en parte por dejadez y en parte por
desconocimiento de ese tipo de arte.
Matug Aborawi Plaza Mayor Salamanca 2002
Sin embargo, llegó el día en que Matug me dijo que se marchaba,
no recuerdo muy bien a dónde; tampoco creo que le importase mucho el destino,
con el paso de los años me he dado cuenta que no le interesa la historia del
lugar o de la ciudad que visita, simplemente viaja y hace su propia historia
allá donde va. Es un creador, creador de
historia. Como él mismo afirma, no es más exitoso el que más poder adquisitivo
tiene, sino el que más historia crea. Pienso que está en lo cierto. También es
un maestro.
Nos despedimos sin más. Instintivamente y sin saber por
qué, guardé el e-mail de aquel chico con el que no crucé demasiadas palabras;
quizá fue esa naturalidad, quizá fue su peculiar forma de ser, quizá la energía
que le envolvía, quizá las palabras que no decía…. El caso es que cada uno siguió su camino,
abandonamos la ciudad.
Varios años más tarde, el destino quiso que nos
volviésemos a reencontrar en Salamanca. Le recuerdo perfectamente llegando de
Bruselas con su ropa completamente manchada de pintura, su bandolera y su
cuaderno. A partir de ahí, nunca jamás perdimos el contacto, nuestra amistad se
fue forjando entre vinos y risas, confesiones y consejos, azotes de realidad y
surrealismo.

Tuve el privilegio de custodiar uno de sus cuadros en mi
casa durante algún tiempo, aquel titulado Entre
Oriente y Occidente. Fue a través de él, donde descubrí que
cada trazo hablaba y cada color importaba. Empecé así a comprender que sus
cuadros no eran la recreación de una imagen, sino la interpretación de un
cúmulo de sentimientos ahogados y sensaciones a flor de piel.
Cuanto más profundizo en la persona, más entiendo al
artista y lo que su arte grita. Su pintura grita desgarradamente piedad, siente
amor profundo y huele a sal. Sus colores hacen enmudecer, hacen brotar sonrisas
y derramar lágrimas. Así es Matug, tan sensible como un molinillo al viento,
tan intenso como un huracán.
Su humildad y sencillez, su generosidad y su preocupación
por los demás, hacen de Matug no sólo un gran artista, sino también una gran
persona. Maestro de arte y Maestro de la vida.